análisis

Una muerte prevista que se precipita sin necesidad

El 'president' Montilla y su esposa, durante un festejo en el 2004.

El 'president' Montilla y su esposa, durante un festejo en el 2004.

Jordi Alberich

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Es de suponer que hoy asistiremos a la prohibición de las corridas de toros en Catalunya, y ello se producirá con toda la solemnidad sancionadora de una sesión plenaria del Parlament de Catalunya, culminando así un ya largo y cansino proceso, más de enfrentamiento que de debate.

Todo lo que podía argumentarse a favor o en contra de la prohibición de la fiesta taurina ya se ha dicho. A las argumentaciones pragmáticas llevadas por la razón y la ciencia o a las guiadas por el respetable sentimiento y emotividad personal, se han añadido no pocos posicionamientos que nacen de vincular toros a españolismo reaccionario y su prohibición a progresismo catalanista. O de vincular posiciones antitaurinas en Catalunya a mero antiespañolismo. Y nada más sencillo que conectar cada una de las opciones con uno u otro partido político. De hecho, nada novedoso en el panorama de radicalización simplista en la política catalana y española de los últimos tiempos.

Particularmente, con el paso de los años he ido conformando una opinión manifiestamente contraria a las corridas de toros, pese al atractivo que para mí representa su parafernalia de color y sonido. Consideraba que, de manera natural, la Fiesta estaba llamada a su desaparición dado el hostigamiento y muerte del animal, un encarnizamiento no acorde con los tiempos. El mismo proceso que ha llevado a la práctica desaparición del boxeo, de las carreras de galgos y otros divertimentos que, como la gran mayoría de ciudadanos, yo contemplaba con toda naturalidad hace pocas décadas. Una dinámica que avanza en paralelo con el discurso dominante y el mayor bienestar colectivo.

En consecuencia, siempre pensé que la última plaza de Catalunya vería su final como resultado de la quiebra de la empresa explotadora o del no cumplimiento de alguna ordenanza que velara por la seguridad de su ya único coso, cuyo estado sería cada vez más decrépito. Poco más podía esperarse de un espectáculo que despierta tan escaso interés entre los ciudadanos catalanes, especialmente entre los más jóvenes.

La realidad

Por ello, me incomoda este innecesario final revestido de tanta épica y grandiosidad. Un final con ganadores y perdedores, cuando todo conducía a una muerte inminente y serena del espectáculo taurino en Catalunya. Pero parece que no puede perderse la oportunidad para simplificar la realidad, dividiendo a los ciudadanos y beneficiando los radicalismos en ambos sentidos y las lecturas interesadas, acá y allá. Una nueva brecha, innecesaria, entre unos y otros. Y aunque algunos vean en el final de los toros un signo de modernidad, el modo en que se produce, incluso para algunos contrarios a la Fiesta, no representa un paso adelante. Más bien se trata de un episodio para olvidar. Especialmente si no incorpora la prohibición de otras manifestaciones colectivas que maltratan al animal. El único consuelo es que nos vamos pronto de vacaciones.