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Columna
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Trenes voladores

A muchos españoles el AVE nos ha cambiado la vida. Una infraestructura capaz de unir el centro de las ciudades a 300 kilómetros por hora con una puntualidad extrema permite hacer planes antes impensables. Voy a Zaragoza cada semana a un asunto de trabajo que me lleva algo más de dos horas. Desayuno a las 9.00 en Atocha y estoy de vuelta para comer en Madrid poco después de las 15.00. Tengo un familiar en Madrid que va todos los días a trabajar a Valladolid. Lo más curioso es que su pareja, con el mismo horario y trabajando en Móstoles, ha de levantarse 20 minutos antes para llegar puntual. También han surgidos nuevos hábitos de ocio. Yendo en el AVE puedes pasar el día en Valencia, Córdoba o Cuenca sin tener que pernoctar. No te pegas la paliza al volante ni andas con el trajín del equipaje y lo que te cuesta el billete te lo ahorras de hotel. Es un turismo breve pero plácido.

Solo por no aguantar lo que se aguanta hoy día en un aeropuerto vale la pena optar por el AVE

Con el AVE siempre sabes a la hora que sales y a la que llegas, puedes apurar hasta el último minuto antes de subirte y no tienes la sensación de ser tratado como un terrorista en potencia como ocurre en los aviones. Tampoco se pierden las maletas.

Solo por no aguantar lo que se aguanta hoy día en un aeropuerto o por no sentir la incertidumbre y sensación de abandono cuando tu vuelo no sale, ya merece la pena optar por los trenes voladores en las medias distancias. El viaje es mucho más cómodo y relajante, no hay turbulencias ni sobresaltos y puedes trabajar casi como en la oficina. El AVE en España ha sabido recuperar el buen trato que los pasajeros recibían antaño en las líneas aéreas y que ahora en los aviones es más parecido al que se dispensa al ganado. Y un beneficio más: la competencia del tren ha abaratado las tarifas de los vuelos.

Todo eso empezó con aquella línea Madrid-Sevilla proyectada en los años ochenta y que meses antes de su inauguración para la Expo de 1992 recibió críticas tan feroces que parecía condenada al más estrepitoso de los fracasos. Enseguida se comprobó que, al margen de la rapidez y eficacia que comportaba como medio de transporte, allí donde paraba el AVE, el desarrollo económico experimentaba un crecimiento exponencial. Se vio en poblaciones como Puertollano o Ciudad Real, más tarde en otras como Segovia o Lérida, y lo veremos en Cuenca, población que la línea Madrid-Valencia ha puesto en el mapa. Ahora, con 2.600 kilómetros, la red de alta velocidad ferroviaria española es la más extensa de Europa y la segunda del mundo después de China.

La eficacia y grado de satisfacción de esta forma de transporte en nuestro país nos convierte en un referente capaz de exportar experiencia a países como Estados Unidos donde, al menos en esto, se nos mira como un ejemplo a seguir. Las empresas españolas de ingeniería han conseguido importantes contratos en el extranjero gracias al conocimiento acumulado y otro tanto acontece con la exportación de material ferroviario.

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Mientras tanto, prosigue la extensión de la red que alcanzará en 2020 los 10.000 kilómetros cubriendo con AVE toda la península Ibérica. Un esfuerzo inversor ímprobo a pesar de la crisis que casi nadie se atreve a discutir, y eso que mantener un kilómetro de alta velocidad ferroviaria cuesta cinco veces más que uno de autovía. Se da por hecho que su capacidad de revitalizar la economía a su paso justifica el esfuerzo.

A principios de mes fueron horadados los últimos metros de un túnel de más de siete kilómetros que atraviesa el corazón de Madrid a 50 metros de profundidad y cuyo trazado bajo la calle de Serrano enlazará en dos años las estaciones de Atocha y Chamartín. Al acto oficial acudieron tres dirigentes que bien podrían representar la divergencia política ahora imperante. José Blanco, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón coincidieron, sin embargo, en alabar la obra reafirmando su apoyo decidido al AVE. En esta España de la discordia, la de los trenes voladores es una de las pocas apuestas que logra la concordia.

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