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El enemigo de plástico

Una veintena de países africanos prohíbe las bolsas para luchar contra un contaminante que causa inundaciones y mata ganado

José Naranjo
Una mujer recoge bolsas para reciclarlas en Yopougon, en Costa de Marfil.
Una mujer recoge bolsas para reciclarlas en Yopougon, en Costa de Marfil.ISSOUF SANOGO (AFP)

Africa sufre una auténtica invasión multicolor. En los árboles, en la tierra, en las calles, en los ríos, en los campos de cultivo, en las copas de los árboles. Está por todas partes, hasta el punto de que en algunos lugares, como en Sudáfrica, la llaman la flor nacional. Y, sin embargo, no es planta ni animal. Se trata de la bolsa de plástico, un producto que mata al ganado; contamina el suelo, el aire y el agua; obstruye los canales de desagüe y, de esta manera, genera inundaciones, y contribuye a la presencia de enfermedades mortales como la malaria. Por eso, desde hace más de una década, África ha emprendido una auténtica guerra contra este producto y se ha situado en la vanguardia mundial de las medidas restrictivas que tratan de hacerlo desaparecer del paisaje. Una veintena de países lo prohíben de manera tajante, como es el caso de Ruanda, Uganda, Gabón o Kenia, o lo gravan como si fuera un artículo de lujo. Y cada vez se suman más Gobiernos a esta cruzada, que, sin embargo, se enfrenta a dos problemas: la falta de alternativas baratas y viables y la resistencia de las empresas productoras o transformadoras.

Fabrice Laviolette no podía creerlo. Después de un año de trabajo en Malí, había decidido pasar unas vacaciones en Ruanda junto a su novia y le llevaba unos regalos en su equipaje de mano. Sin embargo, en el aeropuerto de Kigali le hicieron abrir la mochila, le quitaron la bolsa donde guardaba los obsequios y la tiraron a un contenedor. Cuando pudo recorrer la capital, se dio cuenta de la razón de ser de aquella meticulosidad. “La prohibición de este tipo de bolsas es total. Y puedo asegurar que funciona. A diferencia de lo que pasa en la mayor parte del continente, en las calles de Kigali está todo limpísimo, no se ve una sola bolsa de plástico”, revela.

Es cierto. La impoluta Ruanda fue uno de los primeros países africanos en prohibir totalmente la bolsa de plástico en 2007 siguiendo el ejemplo marcado en Asia por Bangladesh, que cinco años antes había adoptado la misma medida tras constatar que la obstrucción de los desagües provocada por este producto estaba detrás de las gravísimas inundaciones que de manera cíclica asolaban el país y dejaban miles de muertos. Y se lo han tomado muy en serio. En Ruanda, un cuerpo especial del Ministerio de Medio Ambiente, en coordinación con la policía, realiza controles periódicos en los establecimientos comerciales y persigue sin tregua a los traficantes que han creado un floreciente mercado negro. En las fronteras terrestres, los maleteros de los coches y la carga de los camiones se revisan con minuciosidad para impedir la entrada del producto prohibido.

Otros países se han sumado a este combate y han adoptado idénticas leyes —como Uganda, Gabón o Etiopía— o similares, prohibiendo la circulación de bolsas de pequeño espesor y, por tanto, menos reutilizables —como Tanzania, Kenia, Sudáfrica, Marruecos, Botsuana, Chad, la RDC, Ghana, Togo, Congo y Eritrea—. El frente africano contra la bolsa de plástico crece a pasos agigantados. El pasado 1 de enero se unieron Mauritania y Malí, y otros como Burkina Faso, Argelia y Costa de Marfil ya han anunciado proyectos de ley en la misma línea. Sin embargo, no es limpieza todo lo que reluce y el éxito ruandés, al menos en lo que respecta a la prístina presencia de sus calles y campos, no ha alcanzado a todos.

En la frontera de Ruanda se registran los coches para impedir la entrada de bolsas de plástico, vetadas desde 2007

En pleno centro de Bamako, a cien metros de la sede principal de la Bank of Africa y del lujoso hotel de l’Amitié, emerge una gigantesca montaña de basura y desechos. Es el vertedero de N’golonina, en el que cada día decenas de “recuperadores”, hombres, mujeres y niños, intentan sacar algo de provecho. Issa Karembeu es uno de ellos. Cargado con una enorme bolsa de latas de refresco, hoy podrá sacar unos céntimos de euro tras recorrer dos kilómetros en una carreta tirada por un burro hasta una fábrica que lo recicla. A escasos cincuenta metros, dos mujeres lavan bolsas de gran espesor en un riachuelo que, tras pasar por este vertedero, desemboca directamente en el río Níger. Pese a la existencia de una prohibición en vigor desde el pasado 1 de enero, el plástico es omnipresente.

“En este momento hay una situación de bloqueo en la gestión de residuos”, asegura Bamadou Sidibé, presidente del Colectivo de Grupos Intervinientes en el Saneamiento en Malí (Cogiam), que agrupa a 120 asociaciones que se encargan de la recogida de basura solo en Bamako. “No se habilitan nuevos vertederos y los que hay están colmatados. Así que cada uno la deposita donde puede, normalmente en terrenos de cultivo en la periferia de la ciudad donde los agricultores periurbanos la aprovechan como fertilizante”. “Los industriales y productores se reunieron con el Gobierno y le dijeron que si la ley se aplicaba, mucha gente se iba a quedar sin empleo, así que de momento su aplicación está en suspenso”, añade Sidibé.

Nuakchot, capital de Mauritania. En 2011, un estudio descubrió la presencia de bolsas de plástico en el estómago del 80% de las vacas sacrificadas en la ciudad. Corderos y camellos también se los comen y muchos, aproximadamente uno de cada tres, acaban muriendo de hambre porque el polietileno, del que está hecho este producto, crea una capa que impide al animal absorber los alimentos que ingiere. Como no existe manera de reciclar las bolsas de baja densidad y su presencia es masiva en el mercado, la solución hasta ahora pasaba por la incineración, pero esto generaba humos tóxicos. Así que, al igual que Malí, Mauritania también aprobó una ley que prohibía su uso e importación que entró en vigor el pasado 1 de enero.

Pako Demba Sow, estudiante de 24 años, vive en Socogim Bagdad, un barrio de Nuakchot. Cada día acude a una tienda cercana a comprar el pan. “Antes siempre me daban una bolsa de plástico y ahora me dan una de tela. La prohibición funciona, se ve menos basura por ahí, pero lo cierto es que algunos comercios aún las utilizan”, asegura. El problema de las alternativas está siempre presente. Si en Mauritania son las bolsas textiles las que parecen tomar el relevo y en Ruanda se ha impuesto el cartucho de papel, más caro de producir que el plástico de baja densidad, en otros países no acaban de dar con una fórmula barata que no repercuta en los precios y, por tanto, en el bolsillo del consumidor. En Malí, por ejemplo, una empresa china ha propuesto bolsas elaboradas a base de hoja de bissap. Pero aún está en estudio.

Un estudio efectuado en Mauritania descubrió restos de ese material en el 80% de los estómagos de las vacas

Cuando Marie Thérèse Mbailemdana fue nombrada alcaldesa de Yamena, la capital de Chad, en enero de 2010, emprendió su particular batalla. Hacía años que existía una ley prohibiendo la importación de bolsas de plástico, pero un simple vistazo a la ciudad bastaba para darse cuenta de que era papel mojado. “Todo está sucio y lleno de bolsas, las calles, los árboles, los campos. Si plantas un árbol en un terreno lleno de plástico, no puede crecer”, aseguraba entonces en una entrevista. Así que se reunió con empresarios, comerciantes y consumidores y decidió que había llegado el momento de aplicar la ley. Pese al escepticismo inicial, hoy en Yamena es más difícil ver bolsas de plástico. Una vez más la alternativa es el reto. Los habitantes reciclan sacos de arroz para ir a la tienda.

Pese a la enorme dimensión del problema, es relativamente reciente. Mientras las consumimos a una velocidad de vértigo, ahora mismo hay una cantidad enorme circulando en el planeta, que pueden tardar hasta cuatro siglos en desaparecer. Y si África es el continente donde esta contaminación es más visible, es también uno de los que está haciendo mayores esfuerzos por librarse de esta peligrosa invasión.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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